Igualdad
Hace muchos años, más o menos como 73, vivía en un país muy bello. Alemania siempre se ha caracterizado por tener enormes y maravillosos paisajes, verdes en verano, calurosos, llenos de flores y hermosos pastizales. En invierno las praderas se pintan de blanco. Hasta los conejos con us ojitos rojos puede uno imaginarse con tan solo ver sus diminutas huellas en la nieve.
Disculpen mi falta de educación y no haberme presentado antes. Mi nombre es Frank y vivo en las praderas alemanas, morando bajo el abrigo de las estrellas por la noche e impulsado por el sol en las tades. Mi trabajo no es relevante para la historia, pero si lo considero así, lo mencionaré. Tengo dos hijos, una niña (Sharon) y un niño (Moisés). Su madre, hace mucho que la perdimos a causa de una enfermedad mortal que devasto la tranquilidad de nuestra vida. Pero no tan mortal como la que se avecinaba. Desde entonces me he dedicado a cuidarlos y amarlos como mi vida.
La verdad no sé como pasó. Simplemente una noche mientras dormíamos sucedió. Primero escuché ruidos, parecían mecánicos. Unas luces me cegaron, mientras escuchaba los gritos de mis hijos al borde del delirio. Sin pensarlo dos veces, corrí hasta ellos, comenzando a soltar patadas intentando golpear a los agresores. Sin poder hacer nada por nosotros, nos amarraron las extremidades, subiéndonos a un camión con divisiones. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz que envolvía el camión como un halo, vi a otros como yo también encarcelados, todos adultos. Los jóvenes habían sido llevados a otro lugar.
Anduvimos en el camión por horas, a través de los otros me enteré que eramos víctimas de un gobierno totalitarista y fascista, auspiciado por el pueblo. Somos la especie inferior, y nuestro sino estaba marcado desde siempre. Sólo era cuestión de tiempo hasta que el destino nos alcance. Sucedía ya en Alemania, España e Italia. El largo brazo de nuestro hado se cernia sobre otros países como Francia, Polonia, y amenazaba a otros como Inglaterra y Rusia.
Resignado a mis circusntancias esperé llegar al campo de concentración del que todos habiamos escuchado. Les llamaban granjas para engañar a la gente, así las hacía ver más humanas ante el mundo, pero nadie podía negar las muertes atroces y las violaciones a los derechos que en ella ocurrían.
Primero nos hacían descender del vehículo en que veniamos, después nos llevaban a través de pequeños pasillos con lujo de violencia, a veces a golpes, otras a base de toques eléctricos. Una vez que llegabamos a unos grandes cuartos, se nos marcaba para identificarnos, se nos revisaba totalmente desnudos, humillándonos, tratándonos como seres inferiores y desagradables. Con una manguera de agua a presión se nos “bañaba”, para evitar gérmenes y transportar alguna enfermedad a los demás. De los niños no se sabía nada, sólo que no servían para los trabajos pesados, así que siempre eran enviados directos a la muerte. “Carne tierna” les llamaba la gente, emulando a nuestro verdugo.
Nuestro camino, menos absolvedor, era trabajar obligatoriamente en los campos. Muchos de nosotros no aguantaban el trabajo y morían. Como seguramente estaban enfermos o eran débiles, se les mandaba directo a una fosa común. En ocaciones se usaban para alimentarnos. A los que sobrevivíamos, nos ponían música clásica mientras dormíamos o mientras trabajábamos, a veces ambas, bajo el argumento que así funcionabamos mejor. Cada noche teníamos pesadillas de hombres vestidos de blanco, con tapabocas viniendo por nosotros para llevarnos.
Habían pasado unos años, uno o dos, no sé cuantos verdaderamente, cuando de repente un día nos despertaron a media noche, llevándonos en un camión a un lugar alejado. Todos nos veíamos con ojos caídos, sabiamos a donde íbamos. Después de vivir en espacios pequeños, enfermos, encadenados, maltratados física y mentalmente, mutilados, apenas alimentados para ahorrar costos, sabíamos por fin, que nuestro destino final había llegado.
Viajamos en camiones una larga distancia, las intempestades se filtraban tras las ranuras de nuesta nueva cárcel, lluvia, nieve, polvo. Muchos morían en el camino. Pero la falta de humanismo cegaba a los hombres, la falta de respeto por la vida llenaba de desprecio al ser humano, eramos tan sólo un prodcuto. Descendiendo a empujones caminabamos por pasillos que parecían no tener fin, achicandose cada vez más, asfixiandonos, el olor a muerte se snetía en el aire, la sangre pintaba las paredes marcando el color de nuestros temores. Así caminamos en fila india, uno tras otro, a empujones, a golpes.
En un instento vergonzoso de humanismo, se había desarrolaldo un método mas rápido y eficaz para nuestra muerte, con menos sufrimiento según se decía, más humano. Pero ¿quién nos libra de los trabajos forzados? ¿Quién nos libra de la angustia? ¿Quién nos libra del abuso? ¿Quién nos libra de la muerte? ¿Quién puede alzar la voz y gritar libertad para los iguales si nos tienen aquí encerrados? ¿Se harán películas en un futuro gritando nuestro sufrimiento? O ¿Caminaremos siempre los desiguales esta senda de muerte? ¿Existe acaso esperanza alguna?.
Sin más pensamientos, perdido en el éter, caminando automáticamente, no me dí cuenta cuando llegué al final del recorrido. Sólo sentí un golpe en la cabeza y lentamente la luz a mi alrededor se desvaneció hasta oscurecerse todo.
Me llamo Franz, y soy el filete en tu plato que alguna vez fuí una vaca feliz.